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La perdida







Al escuchar esa tarde el teléfono sonar mi corazón saltó, palpitó con fuerza. Algo en mi interior lo presentía, sabía que esa llamada llenaría de dolor mi alma, que cambiaría completamente mi vida. La recuerdo como si hubiese sido hoy.  Sonó 4 veces antes de ser contestada, no la pude contestar, por algún motivo que desconozco dejé que mi mamá respondiera. Algo hacía latir mi corazón a prisa, saltaba sin control y poco a poco la falta de aire por el pánico que sentía cortaba mi respiración. Me quedé a la expectativa, lo que sentía no era normal, no podía moverme y mi boca no pronunciaba palabra.


 Observe el rostro de mi mamá, sin semblante, parca en sus respuestas, cortas y precisas, me hacía pensar que algo andaba mal pero a la vez que no era nada a lo que se le debiera dar importancia. Pero seguía ahí, frente a ella, sin pronunciar palabra… “Ok. Hablamos luego”, esas palabras fueron paz e incomodidad, esa llamada de aproximadamente 5 minutos parecía haber durado una eternidad. Pero no quería imaginar nada, sólo esperar que ella me dijera qué era lo que sucedía. Al colgar la llamada, volteó hacia mí, pronunciando mi nombre mientras sus ojos se ahogaban en lagrimas, dolió, mi corazón se desgarró. En ese preciso momento, sabía lo que sucedía, mi papá, mi viejo del alma había partido.


 “¡Ay, no, no es cierto! ¡Eso no puede ser! ¡Mami, NO, NO! ¡Papi no, mi viejito NO!” No tenía consuelo, sentía que no quería vivir, no quería hablar, no quería comer, sólo quería dormir y pensar en él. Me provocaba ansiedad cada palabra de aliento que me trataban de dar, nadie sabía el dolor que sentía, nadie podía imaginar cuánto lo amaba y lo necesitaba. Estaba herida, con muchas interrogantes que nadie respondía, sólo sentía como aquel dolor crecía y alimentaba mis ganas de dormir y no despertar jamás, de detestar todo lo que me rodeaba porque ya nada tenía sentido, ya nada importaba. Odiaba que me acompañaran en mi dolor, ¡era mío, sólo mío, carajo!, de nadie más. No quería escuchar “mi más sentido pésame”, era tan cliché escuchar esas palabras que se dan por cortesía, un slogan oficial en todos los actos fúnebres, esas palabras me revolvían el estomago. Me daba ganas de gritar, de salir corriendo sin detenerme, huir de mi desgracia, alejarme de todo lo que me recordaba que él ya no estaba.


 En esos meses después de su partida, mientras me alimentaba de dolor y me abrazaban los deseos de estar a su lado, mis interrogantes crecían; ¿cómo podré vivir sin él? ¿cómo pudo esto ocurrirme a mí? ¿por qué a él si yo lo amaba? ¿por qué me abandonó? ¿por qué la muerte le tocó si el era un ser especial? Esperaba que las respuestas a todas esas interrogantes fueran iguales a las historias de fantasía, llenas de esperanza, de magia. Magia que me hiciera despertar de esa pesadilla, de esa broma que me estaba jugando la vida. Que en un parpadeo, con un chasquido todo cambiara, descubriendo que era mentira y pronto mi papá regresaría. Anhelaba promesas vacías, el deseo que tenía de recuperarlo era inmenso, ¡lo quería de vuelta en mi vida! Pero no fue así… Jamás volvió, nunca más vi su rostro, no lo volví a abrazar, a besar y no le pude decir todas esas cosas que alguna vez debí haber dicho y por alguna razón guardé para mí.


 Un día, después de quedarme dormida llorando, soñé con él. Soñé que caminábamos de la mano, descalzos sobre una calle llena de charcos, felices, sonreíamos sin parar. Nos sentamos en un banco, y mientras estaba sobre su regazo, me acariciaba el cabello y me decía: “No tienes por qué sufrir, yo estoy aquí”.


 Y fue ahí que entendí que jamás se apartó, su recuerdo vivía y vivirá siempre en mí. Comencé a razonar, a pensar con claridad. Él me amaba demasiado y no hubiera querido que sufriera como lo hacía, que dejara de vivir y en una agonía lenta muriera perdiendo toda esperanza. Yo tampoco quisiera que sufrieran por mí, como yo lo hacía por él. Entonces mis lagrimas ya no me lastimaban, ya no me destrozaban el alma. El llorar se había vuelto reconfortante. Luego de cada sesión en la que derramaba mis lagrimas, me miraba al espejo y sonreía al recordar lo grandioso que fue, lo mucho que significó para mí y todo lo que aprendí de su persona. Cosas que le hacen permanecer junto a mí, su recuerdo lo mantiene con vida.


 La perdida de un ser querido no es fácil y muchas veces las palabras de aliento que recibimos no consuelan. Pero por eso no podemos echarnos a morir. Las perdidas son dolorosas y difíciles, pero tenemos que continuar. El superar el dolor es llenarnos de esperanza, ver que nos quedan cosas por vivir, seres especiales que nos aman y no nos quieren ver sufrir.


 Vivimos en un mundo donde el dolor y los eventos terribles son la orden del día, y para ellos no tenemos explicación. A veces nos amargamos y cerramos a las cosas que pueden ayudarnos a comprender, a entender mejor nuestra perdida. Utilicemos nuestro razonamiento con fe y esperanza, sin importar lo duro que pueda ser, encontraremos paz.








Deja de abrazar el sufrimiento, recuerda tu ser especial con amor, jamás con dolor.





Comments (3)

En unos dias se cumple el aniversario de mi abuela, se que no es igual pero aun duele, se que es un cliche pero lo siento, que bello que tengas esa idea y esa fortaleza

"Odiaba que me acompañaran en mi dolor, ¡era mío, sólo mío, carajo!"

Yo sé que esas son exactamente las palabras que siente mi mamà aun hoy en dia cuando la gente se le acerca a hablarle de mi hermano...

Esas mismas palabras que ella no dira porque son demasiado fuertes para su vocabulario. Demasiado fuertes para contestarlas a el projimo que ya sea por sinceridad o cortesia las dice. Demasiado fuertes aun para decirselas a sus otros dos hijos y marido...

Pero yo sé que esas son.

Gracias.

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